TDAH del adulto: esclareciendo un fenómeno
- Juan Carlos Zalaquett Ruedi
- 10 may
- 10 Min. de lectura
Actualizado: 28 may
¿Cómo se siente vivir con TDAH sin saberlo?
La idea de este artículo es ayudarte a ver desde adentro lo que muchas personas viven por años sin saber que tiene nombre. No se trata solamente de una dificultad psicológica o de una “personalidad distraída”. Se trata de un fenómeno con causas neurológicas concretas, medibles y ampliamente estudiadas. Un funcionamiento del cerebro que, desde su base más orgánica, se constituye con un desbalance en su forma de gestionar algo clave: la atención ejecutiva, la motivación y el acceso a la recompensa interna e inmediata. Algo que para nadie es sencillo de gestionar, sin embargo estos cerebros, muestran una disposición aún más moldeable a la inmediatez, debido a la dificultad para modular la conducta en función del futuro.
Si bien muchos fenómenos humanos pueden explicarse desde sus correlatos biológicos, en el TDAH el origen es primariamente neurobiológico. No es que alguien “se haya vuelto” desorganizado, impulsivo o procrastinador por culpa del contexto, o por falta de voluntad o por malas decisiones (entendiendo que los factores contextuales son primordiales en algunos casos). Es el cerebro el que viene con un sistema de dopamina que no funciona igual que en la mayoría. Lo que tampoco quiere decir que ciertas vivencias en la primera infancia o ciertos fenómenos contextuales no puedan tener una influencia o ser de naturaleza participativa.
¿Y qué significa esto en la vida real?
Significa, por ejemplo, que puedes tener interminables listas de cosas por hacer, y al mismo tiempo sentirte paralizado. O que logras comenzar una tarea, pero te distraes con el celular, luego vas a la cocina, luego ves un video o un reel, y cuando te das cuenta, ya pasó una hora. Significa que puedes estar rodeado de buenas intenciones, metas, y hasta talento, pero sentirte constantemente incapaz de ordenar, mantener y concretar a tu verdadera altura, sea cual sea.
Uno de los aspectos más desgastantes del TDAH en adultos es esta contradicción interna: saber lo que hay que hacer, incluso querer hacerlo… pero no poder llegar al final o a veces incluso ni siquiera poder comenzar. Porque el cerebro, literalmente, administra mal los recursos de motivación. Tiende a gravitar hacia lo que es interesante, divertido, novedoso o de recompensa inmediata (una conversación fascinante, un video, una canción, un juego, una idea nueva). En cambio, ante lo que requiere esfuerzo sostenido, planificación, repetición, o demora en la gratificación (pagar cuentas, estudiar, ordenar, hacer un trámite, terminar un proyecto), el sistema simplemente no se activa de la misma manera. Y esto se percibe muchas veces como, aburrimiento, desconexión con el sentido más profundo de la actividad, perfeccionismo, miedo a la exposición, miedo al rechazo, miedo al ridículo, miedo a involucrarte, etc,. La mente intentará darle una explicación psicológica a que tu sistema no le proporcione el camino hacia la ejecución o hacia la materialización. Sin embargo, si miras con detenimiento y aprendes de tu historia, te darás cuenta que estos obstáculos van cambiando cada vez, y dará exactamente lo mismo cuál es el que te detiene hoy, por lo tanto podrás notar que es porque hay algo más de fondo.
Esto no es necesariamente pereza o flojera. No es irresponsabilidad. No es “falta de foco” en el sentido moral. Es un problema en la distribución y respuesta a la dopamina, el neurotransmisor que regula, entre otras cosas, la motivación, el placer, la atención sostenida y la capacidad de iniciar o sostener una acción hacia un objetivo en el tiempo, mantener ese objetivo en el espacio y el tiempo sin perder de vista lo prioritario.
Y lo que muchas veces duele más, no es la desorganización externa, sino el juicio interno: la sensación de estar constantemente fallando, de no cumplir con el propio potencial, de decepcionar a los demás o de no poder confiar en uno mismo. De sentir que todo lo que se entrega o se logra terminar, fue al 70%, o fue el día antes, o fue a costa de otras dimensiones de la vida, finalmente, a costa de un desequilibrio que no representa quien eres de verdad.
Así se vive el TDAH del adulto cuando no está tratado: como un constante conflicto entre lo que uno quiere y lo que uno logra hacer. Como una lucha interna por no ser absorbido por lo atractivo e inmediato, cuando en realidad hay otras prioridades que también importan… pero que no encienden al sistema y sientes que pierdes capacidad, pierdes opciones, pierdes lo que antes tenías, ahora simplemente ya no está disponible. El cajón donde están tus herramientas para abordar situaciones ahora inexplicablemente, está con llave y no se puede abrir.
Construyendo un puente...
Este artículo busca tender un puente entre la experiencia subjetiva y la base neurobiológica. Porque solo comprendiendo ambas dimensiones —cómo se siente vivir con este cerebro, y qué pasa en su química interna— podemos empezar a abordar el diagnóstico y el tratamiento con claridad, sin culpa, y con herramientas reales.
Imagina que cada día te despiertas con un impulso de querer hacer las cosas bien, con ideas, proyectos, planes, entusiasmo… pero pasan las horas y te ves saltando entre tareas inconclusas, navegando entre pestañas abiertas que nunca cierras, y aplazando lo importante sin saber por qué. Imagina que cuando finalmente logras sentarte a trabajar, una simple notificación te saca del flujo. O que por más que quieras llegar a tiempo a una cita, siempre subestimas lo que te demora vestirte o salir de la casa.
El Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) no es solo un problema de niños inquietos. En adultos, se manifiesta de formas complejas y sutiles, muchas veces solapadas con ansiedad, cansancio crónico o baja autoestima. A menudo se escucha: “Soy flojo”, “Soy disperso”, “No termino nada”, sin saber que hay una condición neurológica de base.
El TDAH no se trata de “no poder concentrarse”, sino de una dificultad para autorregular la atención que se necesita para realizar una actividad hasta llegar término de ella (atención ejecutiva). El cerebro tiende a gravitar hacia lo fácil, lo estimulante, lo novedoso, lo que da recompensa inmediata. Ahí puede sumergirse por horas (a veces incluso con hiperfoco). Pero cuando se trata de iniciar, mantener y completar actividades más largas, monótonas o desafiantes —como responder correos, hacer trámites, realizar actividades que no conecten con el sentido más profundo, o planear una semana— el sistema entra en cortocircuito, se desconecta y comienza la evasión.
Vivir con TDAH no tratado puede sentirse como tener un motor potente, pero frenos defectuosos. Como tener mil ideas, pero no saber por cuál empezar. O como saber exactamente lo que hay que hacer, pero no poder hacerlo. Este es el mundo interno de millones de adultos que hoy, gracias al avance del conocimiento, comienzan a entender que no están “mal hechos”: tienen un cerebro que funciona distinto.
Pero más allá de lo que ocurre a nivel cerebral, es necesario hablar también de lo que esto genera en la subjetividad. Porque vivir con un cerebro que gestiona mal la dopamina no solo tiene consecuencias en la atención o la productividad: tiene efectos profundos en la autoimagen, la autoestima, el sentido del deber, la capacidad de postergar la gratificación y enfrentar situaciones incómodas.
Poder nombrar lo que antes fue culpa
Muchos adultos con TDAH arrastran una historia en la que se les ha catalogado como “irresponsables”, “inconstantes”, “desordenados” o incluso “flojos”. Y aunque ahora sabemos que hay causas neurobiológicas de fondo, esto no borra el impacto que tiene cargar con una autopercepción fragmentada, basada en años de confusión interna y reproche externo.
Aquí es clave hacer una distinción: que la base de este funcionamiento sea orgánica no significa que todo sea determinado por la biología. Tener un cerebro que responde de cierta manera no te exime de responsabilidad, pero tampoco te condena a vivir en lucha constante contigo mismo. Hay un punto medio, una vía posible entre dos extremos que son igualmente peligrosos.
Por un lado, está la postura de descansar en la causa orgánica, y decir: “No soy yo, es mi cerebro”, “no soy yo, son mis genes”. Aunque alivia temporalmente, esta actitud a largo plazo impide el desarrollo, detiene la acción, y refuerza la pasividad e incluso puede empeorar el fenómeno. Por otro lado, está la respuesta inversa: la autoexigencia desmedida, la necesidad de sobrerendir para compensar lo que se percibe como un defecto. Esto lleva a estrategias de camuflaje (masking), burnout, frustración y, en muchos casos, a una sensación de alienación consigo mismo.
Lo que proponemos aquí es una tercera vía: reconocer el funcionamiento particular del organismo, sin caer ni en la resignación ni en la exigencia extrema. Se trata de aprender a leer los signos de desbalance, de entender qué necesita ese cerebro para autorregularse mejor, y dejar de castigar al cuerpo por hábitos que agravan el cuadro en lugar de aligerarlo.
Muchas personas adultas con TDAH, por ejemplo, usan la noche como el único momento del día en que logran entrar en foco. Allí se concentran, producen, avanzan en pendientes… porque durante el día, simplemente, no pudieron. Les cuesta parar cuando hay que detenerse, no porque no sepan que deben dormir o descansar, sino porque el sistema nervioso no colabora. El resultado es que expanden artificialmente el día, se resisten a cerrar la jornada, y en vez de entrar en una fase de descanso y decantación, se quedan atrapados en actividades de alto contenido dopaminérgico: pantallas, comida azucarada, redes, series, tareas “urgentes”.
Esto conduce a un círculo vicioso. Duermen mal, reparan poco, intoxican el cerebro con sustancias o estímulos que lo sobreexigen, y al día siguiente funcionan peor aún. La desregulación se acentúa, el juicio interno crece, y se repite el ciclo.
Por eso, uno de los caminos posibles es el de reeducar el cuerpo y el sistema nervioso, empezando por hábitos básicos pero decisivos: sueño, alimentación, organización del tiempo, delimitación clara entre tareas estimulantes y tareas necesarias. No se trata de forzar al cuerpo ni de vivir como si no hubiera TDAH, sino de construir una arquitectura cotidiana que compense amorosamente y adecuadamente el desbalance.
Ahora bien, no basta solo con comprender el funcionamiento o resignarse al diagnóstico. Para realmente equilibrar este tipo de cerebro y construir una vida más funcional, es necesario intervenir desde varios frentes a la vez. No se trata únicamente de fuerza de voluntad o de “organizarse mejor”, sino de recalibrar el cuerpo, la mente y el entorno de manera estratégica y sostenida. Hay que reeducar al sistema nervioso, como si fuera una kinesiología del cerebro.
Parte fundamental de este proceso es recuperar los ritmos naturales del día, y eso empieza por la mañana: generar movimiento físico temprano, activar energía y estrés en dosis saludables, regular los estímulos, estructurar el día con claridad. A esto se suma una alimentación adecuada, que evite nutrientes de absorción rápida y picos de glucosa que alteran aún más la concentración, el humor y la ansiedad. También implica aprender a planificar de manera realista, con metas alcanzables, y distribuir las tareas según los momentos de mayor energía, no según la culpa o el ideal de productividad.
El tratamiento farmacológico
En algunos casos, incorporar suplementos específicos puede ser útil. Y en prácticamente todos los casos, avanzar hacia estrategias farmacológicas es no solo recomendable, sino necesario. El uso bien indicado de medicamentos como el metilfenidato o la lisdexanfetamina puede marcar una diferencia enorme, especialmente cuando se acompaña de hábitos saludables, psicoeducación y un proceso terapéutico.
Hablar de tratamientos farmacológicos en el TDAH adulto suele despertar una mezcla de desconfianza, temor y, a veces, rechazo. E incluso he visto que invalidan el diagnóstico o que lo llevan a otro campo de explicaciones. Y no sin razones comprensibles: la psicofarmacología es relativamente una disciplina joven, y su historia, ha estado marcada por avances significativos, pero también por errores y excesos. Algunos compuestos utilizados en décadas pasadas terminaron generando más daño que beneficio, ya sea por su potencial adictivo, por una prescripción indiscriminada o por usarse como único recurso, sin integrar otras formas de abordaje. Sin embargo, esto no invalida el aporte real que puede tener un tratamiento farmacológico bien indicado y bien acompañado. Medicamentos como el metilfenidato o la lisdexanfetamina han mostrado, en múltiples estudios, mejoras claras y sostenidas en la atención, la impulsividad y la regulación emocional, especialmente cuando se utilizan dentro de un plan de tratamiento integral. Estos compuestos no buscan anestesiar ni controlar artificialmente al paciente, sino ayudar a restablecer ciertos circuitos cerebrales dopaminérgicos que en el TDAH funcionan de forma desregulada, facilitando una reconexión más fluida con las tareas, con el cuerpo, con el entorno. Como toda herramienta poderosa, requiere manejo experto, seguimiento y sentido ético. Pero no por los malos usos de algunos, debemos privarnos del beneficio que puede representar para muchos.
Parte de la desconfianza hacia los tratamientos farmacológicos para el TDAH proviene de experiencias pasadas, especialmente en niños, donde los primeros compuestos —y las formulaciones disponibles entonces— liberaban la dosis en un solo "peak" potente. Esto generaba una hiperconcentración artificial, acompañada muchas veces de un cambio abrupto en el estado anímico y en la expresión espontánea del niño. Aunque mejoraba el rendimiento académico, la “transacción” era muy costosa: padres y educadores reportaban que “ya no era el mismo niño”, volviéndose más rígido, apagado o excesivamente enfocado. Esta experiencia dejó una huella profunda de desconfianza en las familias, y en muchas personas adultas que crecieron con esa vivencia. Afortunadamente, esto ha cambiado significativamente. Hoy contamos con formulaciones de liberación prolongada, como los sistemas OROS (metilfenidato de liberación controlada) o la lisdexanfetamina, que permiten una distribución gradual del fármaco a lo largo del día. Esto evita las fluctuaciones bruscas, manteniendo un nivel constante en sangre que favorece la concentración y la regulación sin alterar la personalidad ni generar “bajones” intensos al final del día. La neurociencia ha avanzado, y con ella, también la posibilidad de ofrecer tratamientos más finos, humanos y sostenibles.
¿Cuál es la mejor manera de abordar esto?
Pero todo esto no se logra en soledad. Se puede intentar, sí, pero el camino es mucho más lento, confuso y desgastante si uno lo recorre autodidacta. Tratarse implica pedir ayuda, reconocer que el acompañamiento adecuado es parte del tratamiento, no un lujo. Y aquí hay que ser claros: no cualquier médico, neurólogo o psiquiatra tiene formación real en TDAH, como tampoco todo psicólogo comprende en profundidad lo que implica trabajar con una base neurobiológica como esta. No es negligencia, es simplemente que el TDAH en adultos aún está poco visibilizado y muchas veces mal comprendido, incluso dentro del ámbito profesional.
Por eso, una de las decisiones más importantes es elegir bien con quién tratarse. Buscar personas que realmente sepan del tema, que manejen la evidencia científica actual, pero que también entiendan la vivencia subjetiva, el desgaste emocional, el impacto social y espiritual que esto conlleva. Personas que no reduzcan todo al diagnóstico, pero que tampoco lo minimicen.
Porque vivir con un TDAH sin tratar no solo afecta la concentración: dificulta el desarrollo pleno de la vida adulta, deteriora relaciones, obstaculiza proyectos, erosiona la autoestima. Pero vivir con TDAH tratado y sostenido, en cambio, abre posibilidades nuevas, caminos más claros, y una relación más justa con uno mismo.
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Si sientes que esta descripción resuena contigo, vale la pena consultar. El primer paso, muchas veces, es simplemente poder decir: “esto que me pasa, tiene nombre… y también tiene caminos posibles”






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